El niño no fue deseado. Fue un accidente, cuyo nacimiento nunca debió ocurrir. Una situación desesperada llevó a soluciones desesperadas. Como nadie sabía de la existencia del niño, ella lo llevó a un bosque, lejos de las miradas de la gente, y lo dejó allí para descansar. La tierra tragó el secreto. O al menos, eso esperaba.
Pero la tierra no consagrada no concedió descanso al niño. El pequeño se abrió paso hacia la superficie, lleno de frío y amargura. Tal vez al principio solo habría anhelado unos brazos, calor y consuelo. Pero ahora su corazón se había endurecido y clamaba por justicia.
El ihtiriekko comenzó a aparecer en los bosques ante los viajeros. Les perturbaba, se burlaba de ellos, les asustaba, pero sobre todo quería que supieran que no había llegado a este mundo por sí mismo. Y no daría paz a nadie hasta que todos entendieran que también él tenía una madre, en algún lugar.
Y cuando el misterio empezó a esclarecerse, quien había abandonado al niño sintió el peso del juicio implacable de los aldeanos. Todos sabían que la vergüenza sería permanente, y el vínculo de la madre con el ihtiriekko que vagaba por los bosques permanecería para siempre.